La
ubicación de la Península Ibérica ha propiciado, a lo largo del tiempo, una
serie de particularidades, de circunstancias propias, que conocemos muy bien
los habitantes de este territorio, constituyendo en conjunto una singularidad.
Hasta
hace no tanto tiempo éramos considerados como los habitantes del Finis Terrae, o Fin de la Tierra, sobre
todo cuando el centro mundial de la cultura basculaba entre aquellas capitales
centro-orientales mediterráneas como Roma, Cartago, Atenas, Alejandría, Tyro…
La
península tiene alma marinera, atlántica por el Oeste, cantábrica por el Norte,
mediterránea-oriental por el Este, y mediterránea-africana por el Sur,
amalgamando toda suerte de efectos y aportes, tanto culturales como naturales.
Pero
hay de entre todos los lugares de la península uno, al noreste, que nos hizo y
nos hace península, que nos unió y nos une, como cordón umbilical, a la madre
Europa, y a la vez nos separó y nos separa, haciéndonos distintos, dotándonos
de singularidad: El Pirineo.
El
Pirineo recoge la esencia de la madre Europa por el norte, y la distribuye como
puede hacia el sur y sobre todo hacia el noroeste, siguiendo la costa
cantábrica, en tanto que recibe también la esencia del padre africano por el
sur, y la reparte hacia el noreste, siguiendo la costa mediterránea.
Una
posición intermedia, entre el cálido sur y el frío norte, pero también una
posición alejada respecto a las grandes masas continentales, como África y
Asia, debido al Estrecho de Gibraltar y a su lejanía respecto al Cáucaso.
Fueron
todas estas particularidades las que propiciaron que, a lo largo de las
distintas épocas, nuestro solar se convirtiera en una especie de refugio para
ciertas especies en ese entramado que es El
Juego de la Vida.