Los
cambios a escala geológica que se produjeron durante el Plioceno hicieron que,
poco a poco, un planeta hasta entonces más cálido y de climas tropicales, se
fuera transformando para entrar en la dinámica de los grandes ciclos glaciares
que serían la norma durante el Cuaternario.
La
deriva de los continentes siguió su curso hacia las posiciones que hoy
conocemos, y así, grandes masas terrestres colisionaron entre sí facilitando la
orogenia y hasta el contacto, a través de istmos, como el que unió Norteamérica
y Sudamérica.
De
este modo, hace unos tres millones de años, la formación del Istmo de Panamá
provocó efectos en cadena de extraordinaria importancia a nivel mundial, ya que las aguas ecuatoriales del Océano Pacífico y el Atlántico
dejaron de mezclarse y las corrientes variaron muy notablemente, comenzando un
proceso de enfriamiento del Atlántico que favoreció la formación de una serie
de capas de hielo en el Ártico que a la postre supondrían los primeros pasos
hacia las glaciaciones cuaternarias.
De
manera progresiva el clima se fue tornando más frío y seco durante el Plioceno,
generando ciclos estacionales. Estos cambios afectaron directamente a la
vegetación, que poco a poco fue perdiendo a sus especies dominantes tropicales, húmedas o
cálidas, en favor de sabanas, estepas y desiertos.
El
empobrecimiento de la vegetación empujó a una disminución en conjunto de la
fauna, que tuvo que adaptarse a las nuevas condiciones de los inestables ciclos
climáticos.
Europa
no fue una excepción en este proceso, y fue aquí, en la fase de transición
Plio-Pleistocénica, cuando empezó a gestarse el marco general del nuevo tipo de
fauna que podríamos definir como característica de la etapa cuaternaria en la
que aún hoy nos encontramos.